A don Borja le gusta montar en bicicleta. Un día mientras circulaba por las calles del pueblo tuvo un accidente a causa de un coche que viajaba a gran velocidad.
¿Está usted bien?, ¿cómo está?, ¿qué ha pasado?,… ¡llamen a una ambulancia!...- decían quienes se acercaban a él.
¿Cómo es posible?- decía el panadero del pueblo que salió en su ayuda.
¿A quién se le ocurre ir tan deprisa?- añadió la frutera.
No se preocupe… llamaremos a su familia- tranquilizaba la farmacéutica.
Todos reunidos alrededor de don Borja, no vieron llegar a Ángeles, hasta que puso sus manos sobre la pierna herida. Se hizo un gran silencio. Los vecinos asentían temerosos de pronunciar palabra. Cuando don Borja quiso incorporarse todos acudieron a ayudarlo. Don Borja se sentía increíblemente bien, incluso mejor que antes del accidente y cuando buscó con la mirada a Ángeles para agradecerle, ésta ya no estaba.
Los vecinos no terminaban de acostumbrarse a estas apariciones tan repentinas, y desapariciones misteriosas, pero hacia un tiempo que ocurrían. Estaban contentos, no sentían miedo, al contrario, se sentían agradecidos y en deuda con ese ser angelical que aparecía a curar a los enfermos, aliviar los dolores, calmar las angustias… Siempre ocurría igual, aparecía misteriosamente de la nada y desaparecía de la misma manera. Nadie sabía quién era ni donde vivía, por eso la llamaban Ángeles.
El fenómeno comenzó a trascender las fronteras del pueblo llegando a los oídos escépticos de Esteban, un joven periodista de la Capital que decidió ir él mismo a ver de qué se trataba. Llegó muy temprano al pueblo una mañana de verano que prometía ser calurosa. Esteban fue a la única panadería del pueblo, recibiendo la cálida bienvenida del panadero, don César. Pronto comenzó a reunir la poca información que éste podía darle, lo mismo sucedió con Flora la farmacéutica, Mercedes la frutera y todas las personas con las que dialogó. Necesitaba una historia más contundente y se sentía frustrado. Pensó simular un accidente, pero pronto desechó la idea… Se sentía perdido, ofuscado, malhumorado, ensimismado en sus pensamientos, no vio un pozo poco profundo en la mitad del camino, tropezó y cayó. Estuvo allí tirado un buen rato, maldiciendo su mala suerte. Trato de levantarse sin éxito, hasta que un paisano lo vio, pronto llegaron los demás vecinos a ayudarlo.
¿Está usted bien?, ¿cómo está?, ¿qué ha pasado?,… ¡llamen a una ambulancia!...- decían quienes se acercaban a él.
¿Cómo es posible?- decía el panadero del pueblo que también llegó al lugar.
¿Por qué camina tan distraído, buen hombre?- añadió la frutera.
No se preocupe… llamaremos a su familia- tranquilizaba la farmacéutica.
Todos reunidos alrededor de Esteban, no vieron llegar a Ángeles, hasta que puso sus manos sobre él. Se hizo un gran silencio. Esteban se sentía increíblemente bien, incluso mejor que antes del accidente y cuando buscó con la mirada a Ángeles para agradecerle, ésta ya no estaba.
Quiso seguirla pero fue inútil, despareció sin dejar rastro.