Agustín tenía un don especial. Era algo inexplicable, increíble. Y lo descubrió cuando tenía cinco años. Estaba sentado en el carrito de compras, en el supermercado con su mamá, cuando de repente ésta comenzó a llamarlo. Se había agachado un instante a tomar un producto y cuando volvió a mirar su hijo ya no estaba. Al principio no entendía nada, el seguía sentado en el mismo lugar, y su madre gritaba cada vez más desesperada. De pronto ella lo retó y le dijo que no podía darle esos sustos. Esto hubiera pasado desapercibido si no hubiera descubierto que él podía volverse invisible a voluntad. Comenzó a prestar atención y comprendió que juntando ambas manos, como rezando, podía “desparecer”, y tocándose la oreja izquierda se hacia nuevamente visible. Apreció las ventajas de este poder y así, podía desaparecer cuando la maestra tomaba la lección y él no había estudiado, dejando a los docentes más de una vez restregándose los ojos, o cuando iban perdiendo un partido de futbol haciendo “caer accidentalmente” a sus adversarios en el medio de la cancha, o ya cerca del arco, sacando la pelota si el arquero no había podido impedir el gol. Era un don por demás conveniente. Y adictivo.
Ya de grande conoció a Marisa, y se enamoraron a primera vista. Cuando el le contó su poder ella quedó absolutamente maravillada, pero ocurrió algo que sorprendió a ambos. Por más invisible que pudiera ser para todos, no lo era para Marisa, ella podía seguir viéndolo. Era común verlos, en restaurantes, consultorios médicos, mientras ella parecía ante los ojos de todos una loca que hablaba sola, y el se hacia invisible. Esto, que tanto divertía a Agustín que lo hacia a menudo, llevó a Marisa a tomar la decisión de separarse, ya que el mundo comenzaba a pensar que estaba loca.
A Agustín no le importaba, y como se divertía sobremanera, seguía apareciendo y desapareciendo en la vida de Marisa.
Marisa pensó que ya tenia suficiente y cuando conoció a Gustavo, sintió que el era la llave para su problema. Pero Agustín no se dio por vencido.
Una noche, Gustavo y Marisa decidieron pasar una cena romántica, cenaron en un hotel de lujo y luego subieron a una habitación. Todo marchaba a la perfección. Mientras Gustavo besaba a Marisa en el cuello, y le desabotonaba la blusa, ésta comenzó a agitar los brazos, como espantando una mosca. Gustavo seguía ocupado en lo suyo, cuando Marisa comenzó a chistar y hacer muecas extrañas con la cara. Gustavo se preocupó. Marisa nerviosa y alterada comenzó a llorar, angustiada. Gustavo le pidió disculpas y se fue, pensando que no estaba para salir con locas.
Agustín disfrutaba el momento, y le susurró a Marisa al oído, mi amor, somos el uno para el otro, ¿no te diste cuenta todavía?
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