(la consigna, un relato a partir del siguiente párrafo: Me dejó allí, desnudo y se fue. No me dijo qué hacer. Maldita cigüeña)
"Me dejó allí, desnudo y se fue. No me dijo que hacer. Maldita cigüeña". Así rumiaba su enojo el bebé de la familia Gutierrez, apenas llegado a este mundo. Iban a bautizarlo con el nombre paterno de Daniel, apenas lo tuvieran ocho días con ellos, según había decidido el Jefe de Familia. Gateando apenas, y frustrado porque no había nacido normalmente como los demás niños, entró en la fastuosa casa de sus padres, donde fue recibido con numerosos aplausos. Allí estaban todos, comodamente sentados, esperando su llegada con los pañales en los regazos.
Su perplejidad iba a la par de su enojo con la cigüeña que, él así lo creia, lo había traicionado. Lo aclamaba la familia que constituían sus padres y otros parientes, viéndolo gatear, moquear, mascullar quien sabe qué, mirando a uno y otro lado, pero no llorando como el común de los recién nacidos en una maternidad. Juró que el ave que lo depositó en el jardín de la mansión iría a pagar por ello.
Asi fue que, después, lo bautizaron en una de las coquetas iglesias de Madrid,en tanto él sonreía y sacaba la lengua a cuanto pariente o conocido se le acercara allí al altar donde sus gozosos padres lo sostenían y soportaban sus infantiles pataditas mientras el cura pronunciaba unas inteligibles oraciones en latin. A la par, él ya tenía un plan para la traidora cigüeña. Los concretó cuando le tocó hacer la primera comunión. Ahí consumó su retribución contra esa ave, capaz de cargar nonatos y dejarlos por ahí como si nada. Con diversas tretas y trucos, ubicó al plumífero y lo atrajo hacia su casa. Allí le dió una muerte ignominiosa, lo peló, lavó y puso en la bandeja tapada que iría a transportar esa noche a un pavo al banquete en su honor. Ahí mismo, ya como un hombrecito, pidió y rogó que en "nombre del espíritu santo" todos rezaran y se comieran el manjar que venía en la bandeja. Tras lograr una solemne promesa de los concurrentes, él mismo llevó los restos crudos de la cigüeña a la mesa, con el carrito de madera y adornos de oro. Habiendo cumplido con sus deseos, y al término del banquete, casi todos los invitados vomitaron cortesmente en el hall antes de irse. Fue una velada memorable para ellos: nunca habían comido una cigüeña cruda. A Daniel, eso le tuvo sin cuidado. Recibió muchos obsequios y recordó aquella jornada, semanas después: "El día que papá me regaló un extintor me puse tan, tan contento, que prendí fuego a la cuna de mi hermanita".
En efecto, cuando Daniel tuvo su comunión, ya había nacido Ana, la que le provocaba entre celos y jocosidad. Celos, porque había sido parida normalmente a diferencia de él. Jocosidad, porque parecía poco normal y hacía cosas graciosas para él. Sus padres, sin embargo, vivían el retardo mental de la pequeña, con angustia. Es que Ana se alimenta de colores. Está delgada, pero es feliz. Y Daniel, le proporciona cada vez nuevas acuarelas con nuevos colores. Algunas acompañadas con pequeñas plumas de cigüeña, para que pueda digerirlos sintiendo cosquillas en la garganta.
2 comentarios:
maravillosoooo, me encanto
Trasmite con humor y sarcasmo ,una historia insolita ,pero muy bien escrita.
Te felicito David !!!
Shula
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