jueves, 1 de abril de 2010

EL GUERRERO por León Binder

(la consigna, elegir SEIS párrafos del relato de Jorge De Abreu "El muerto en la Colina", en un nuevo relato). 




Don Augusto Torno de la Serna vivió y murió en su salsa. Espada de alquiler de dignos y villanos, transcurrió sus escasos treinta y tres años de vida al correr del siglo XIII. Temido por propios y extraños y admirado y querido por las mujeres de los pueblos que atravesaba, intervino en infinidad de batallas dando siempre muestras de enorme valor. En aquel helado invierno del condado irlandés de Sixtang, el conde Guarding dueño y señor del lugar decidió expandir sus tierras y anexar los condados aledaños de Seiting y Livirng. Pesaba a su favor el estado de indefensión de esos condados así como el tener a su servicio a don Augusto.
Una madrugada en la cual la escarcha predominaba por doquier el conde dio la orden de partida. Ciento ochenta y siete guerreros a caballo, siete portabanderas y doscientos cincuenta hombres desarmados, que tenían la misión de ocupar los poblados invadidos, integraban el ejército ocupante. Mas la expedición, que de antemano se consideraba exitosa, se encontró a poco de andar con una emboscada preparada por sus vecinos, seguramente alertados por algún delator, siendo las tropas del conde diezmadas rápidamente dándose, los pocos sobrevivientes, a la fuga desordenada. A la llegada a Sixtang, vieron todos con preocupación la ausencia de don Augusto, produciéndose una angustia entre todos sus admiradores. Alguno al pasar recordó haber visto al guerrero, contando con emoción: quedó allí, tendido en la suave pendiente de la colina, junto a muchos más, junto a cientos de cuerpos mutilados. A partir de allí nació y creció la leyenda de don Augusto Torno de la Serna. Aquella colina se convirtió en lugar sagrado, causando extrañeza en todos, el estado de conservación de aquel cuerpo. El sol y la lluvia, las aves carroñeras y los gusanos socavaron túneles en la carne muerta de sus compañeros, fundiéndose lentamente en la tierra. Pero él no, su cuerpo resistió la podredumbre y nadie entendió el macabro portento. Los años se diluyeron sobre su piel reseca y él permaneció, adherido al paisaje como una piedra gris; con la herida del vientre parduzca y dura. Su presencia atrajo a filósofos y escritores, pintores y ceramistas, hombres de ciencia y sacerdotes. Todos lo observaban en silencio, algunos señalaban su sueño de cuero viejo; otros admiraban su tenacidad y su anhelo de pervivir en la muerte. La mayoría sólo se sentaban a su lado, en silencio o le hablaban sobre sus sueños y pesadillas. Él, recostado en el suave declive observaba con las cuencas vacías de sus ojos, la alternancia del sol y de la luna durante incontables siglos. Por el contrario solo los guerreros le temían, rehuían el campo donde descansaba desde hacia milenios. Sus cuerpos temblaban y apartaban el rostro cuando debían marchar por sus predios. Mas el cadáver de don Augusto permaneció intacto por muchísimos años, hasta que alguien por odio o amor lo hizo desaparecer. Es al día de hoy que en las tabernas que pueblan las hermosas llanuras, terminadas en altísimos acantilados, que miran al canal del norte, los parroquianos, jarra de cerveza amarga en la mano y con música de Enya de fondo recuerdan y preguntan por don Augusto Torno de la Serna “El Guerrero”.

1 comentario:

David dijo...

Ya postee algo aqui y no salio. Lo repito: Me parece un lindo relato, bien contado, con la onda de un cuento de leyenda y moraleja.