Alberto se creía poderoso, alto ejecutivo de una empresa, al que todo el mundo respetaba. Cuando llegaba a trabajar, el portero lo saludaba con una reverencia, luego en el ascensor siempre lo dejaban pasar primero, lo trataban con honores. Todos los empleados corrían a sus puestos al verlo llegar, y lo saludaban parsimoniosamente. El se sentía muy satisfecho, “que había llegado” como le decía siempre su madre “ tenés que llegar a ser alguien en la vida para que todos te respeten’.
El empezó de abajo, como correspondía, es cierto que pisó algunas cabezas en su carrera a la cima, pero eso ¿qué importancia tenia? El no era el felpudo de nadie. Se había ganado un lugar a pulmón, con esfuerzo y sacrificio.
Disfrutaba humillando a sus empleados, denigrándolos en cada ocasión disponible. Esa era su gran satisfacción, o tal vez ¿revancha?
Sonia, la mujer de limpieza, una mujer regordeta, casi sin dientes, que sonreía a menudo, escuchó un día a los empleados comentar sobre “el jefe”. Disimuladamente mientras barría oía atentamente lo que hablaban.
Alberto ignoraba lo que se decía de el a sus espaldas, los rumores que corrían de boca en boca. Se comentaba que su esposa lo “tenía cortito”, que en su casa no tenía voz ni voto, ni siquiera sus hijos lo escuchaban, dormía en el sótano frío, porque su esposa disponía de la habitación matrimonial, que era, en resumen un pobre diablo sometido.
Un día, cuando Alberto llego a la oficina, parecía que Sonia lo estuviera esperando, el la miró despectivamente como de costumbre, y ella sin inmutarse siquiera le dijo “¡las apariencias engañan eh!”. Alberto no entendió el comentario, y tampoco por qué toda la oficina se reía a carcajadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario