Cinco y media de la mañana.
Como seis días a la semana el viejo compañero de camino larga su canto al aire anunciándome el comienzo de otro día de rutina laboral. Mi mujer cual sombra matinal me prepara el desayuno habitual. --Tomás jugo querido—No hoy no.
--Le pongo queso blanco a la tostada—Bueno pero no mucho.
La calle, el autobús. Una lucha diaria por ser el primero, estar arriba, sobresalir.
El kioskero, obligado ¿Quién sabe por quien?, a saber la marca de mis cigarrillos y dármelos casi, sin que yo se los pida. Lo contrario seria considerado un servicio deficiente. Diez horas de trabajo, inmerso en una feroz escalera humana, donde el débil o indeciso es atropellado por quien viene detrás, que a su vez mira sobre su hombro para ver donde esta el que lo sigue.
Sistema impuesto, no aceptado ni querido, pero transitado por mí y por todos los otros “yo” que lo bancamos.
Trescientos días iguales, uno tras otro, buscando una salida, que estoy seguro no he de encontrar. Tratando de pisotear y no ser pisado ante mis semejantes, y doblándome ante mis superiores, para no caer en desgracia.
El oasis, la isla en medio de la tormenta, los veinte minutos diarios de encuentro con Camila y Lucas, que con la alegría y la inocencia de sus ocho y cuatro años son el bálsamo y la recarga de batería para poder abrir la puerta al siguiente día.
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