Conocí a Mauro una cálida tarde de verano, tomando un café, en “La Esquina”, como solía hacer cuando me quedaba un hueco entre los pacientes. Lo vi, me sonrió, y yo le sonreí a su vez. De ese simple acto, me he arrepentido una y mil veces. Me impactaron sus ojos, grandes, saltones. Se me acercó y se sentó. No pidió permiso, se instaló como si fuera su casa. Traté de mantener cierta distancia, pero me resultó imposible. El me intimidaba, con su cercanía, con su olor. Hablaba con una especie de siseo bastante peculiar. Mirándolo bien, tenía un aspecto sucio, desarreglado. Él percibió mi mirada reprobadora, a pesar de llevar años como psicóloga manteniendo cara de póker frente a los problemas de mis pacientes. Se justificó diciéndome que era un investigador privado y muchas veces debía meterse en lugares poco recomendables. No entiendo cómo, a pesar que repito en mi mente una y mil veces el encuentro, aparecí en su departamento. Un sucucho desagradable y maloliente, con restos de comida y platos sucios apoyados en cualquier lugar posible, bah, imposible también. De ahí en más, ya no pude sacármelo de encima. Me acosaba, me perseguía, se instalaba en la puerta de mi casa, y cuando finalmente lograba espantarlo volvía a pararse en el mismo lugar esperando mi regreso. No tuve otra alternativa que recurrir a las autoridades quienes se rieron de mí, salvo un oficial que al verme tan angustiada, se compadeció y tomó la denuncia.
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