domingo, 12 de septiembre de 2010

EL RAYO DE LUNA por Sara Rawicz



Era un antiguo reloj alemán de pared, de roble, artísticamente tallado, con péndulo y números romanos. Llevaba tres generaciones viviendo con la misma familia. Por sus atributos se consideraba el patriarca y con ciertos derechos; a él le correspondía marcar los tiempos.
La ventana,  joven y moderna, se burlaba del viejo reloj. Ella era libre y decidía qué y cuándo hacer lo que quería. Por esa razón, todos los días, cuando la oscuridad y el silencio se instalaban en la casa, ella se abría a la noche y permitía que un plateado rayo de luna iluminara la estancia.
El reloj refunfuñaba pues no había terminado de dar las doce campanadas, momento en el cual los objetos de la casa despertaban de su letargo y comenzaban a vivir.
Esa noche se realizaría una asamblea general para escuchar varios reclamos.
Las sillas ocuparon su lugar alrededor de la mesa; en la cabecera se ubicó un sillón que argumentó, que puesto que él tenía brazos, levantaría el acta pertinente.
Muy coquetas, aparecieron la cafetera y la tetera para convidar a los presentes.
El reloj se erigió en presidente del mitin y con su estentórea voz hizo pasar al primer demandante.
Rebotando en el piso apareció un balón de plástico de brillantes colores. Alegaba ser una pelota para jugar en la piscina y no para jugar al futbol. Estaba cansada de recibir puntapiés de ese mocoso maleducado, con cara de yo no fui, hijo de los dueños de casa.
Seguidamente entró la alfombrita de la puerta; muy indignada quería saber cuales eran sus derechos. Todos la pisoteaban y ella no quería ser felpudo de nadie.
Finalmente fue el turno de la planta que adornaba el rincón de la sala. Pobrecita, no necesitaba hablar, mirarla era suficiente. Estaba muriendo lentamente por causa de la sed que la consumía.
De pronto se escuchó un redoble de tambor e irrumpió en la sala el escuadrón de los soldaditos de plomo, para clausurar la reunión, a la que consideraban subversiva pues no tenían la autorización correspondiente para realizarla.
En ese momento, un tibio y claro rayo de sol, desplazó al de la luna. Con la claridad diurna, cada uno volvió a su apacible quietud.
En tanto… el reloj daba seis campanadas.

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